Thursday, May 12, 2011

Enrique Herreras
Recuerdo la primera vez que vi a Julio Salvi en un escenario. Era a principio de los 80 e interpretaba un papel de La navaja de Eduardo Quiles. No lo conocía en ese momento, pero me llamó la atención. Me atrajo su personalidad escénica, su profesionalidad. Y eso que yo pertenecía a la primera generación que entró en la renovada Escuela de Arte Dramático. Y digo este dato porque allí pensábamos que nos íbamos a comer el mundo, a empezar el teatro desde cero, a partir de la decadencia del movimiento independiente. Pues ese cero no existía, porque había existido la generación a la que pertenecía Salvi. La generación del Teatro Universitario y el de Cámara y Ensayo. Una generación perdida en Valencia, pero en algunos casos ganada en Madrid (Pedro del Río, etc.).Con el tiempo descubrí la gran etapa que había vivido el teatro valenciano, desde el Aula de Teatro creada por Sanchis Sinisterra, hasta, y sobre todo, el momento glorioso de Antonio Díaz Zamora en el Teatro Club y Studio Teatro. En esas experiencias se había formado Salvi, llegando a ser un actor imprescindible en la última. Allí participó en un imponente repertorio: Woyzeck, Pic-nic, El portero, Sabor a miel, El adefesio... Después, Julio desapareció de la escena, para reaparecer en un papel esperpéntico, grotesco e imborrable (Misia Rosa) en La marquesa Rosalinda, la primera obra del difunto Centre Dramàtic. Díaz Zamora lo había recuperado para la escena.Desde entonces ya no bajó de los escenarios, siempre con el lucimiento de un actor de los mal llamados secundarios, de esos que tanta falta hacen siempre. Salvi hizo falta, tenía el talento metido en el cuerpo. Un actor que te atrapaba porque atrapaba las tensiones de la realidad. Un actor que se exprimía al máximo en el escenario. Así fue la última representación de El museo del tiempo. Justamente, hace unas semanas, asistí a la despedida de este mágico montaje. Ese día estuvo un punto más emotivo de lo normal, que ya es. Pensé que ello se producía por ser la última representación, pero nunca que fuera el preludio del final de partida. Por lo que, jugando con dicha obra, es esa imagen la que entierro para que siga vivo. Farsa sentimental. Era todo sentimiento, vitalidad nerviosa en el escenario, y una persona entrañable en la calle. Una cualidad que llevó a cuestas en los escenarios. Echaremos de menos su gestualidad, su sonrisa amable, sus ojos de personaje beckettiano, su voz humanaÉ